Las Palabras. Despedida
Las palabras. Despedida
Gustavo Gorriti La Republica 2 4 2006
Esta es, primero, una nota de despedida. Junto con ella, puesto que sobre todo en tiempos ominosos los adioses deben ser breves, otra de advertencia, comentario y hasta de arenga.
Termino con este artículo mi función de codirector y periodista de La República y dejo la empresa. Esta decisión ha sido tomada en común acuerdo con la familia propietaria del diario. Queda pendiente uno que otro detalle administrativo que se resolverá en los próximos días, pero aquí me despido de los lectores de La República.
He estado en este periódico poco más de un año. Lo siento mucho más largo y parejamente intenso. Las redacciones periodísticas son cámaras de compresión, (no siempre hiperbáricas, me temo), donde cada día hay un ciclo de vida, de culminación, que luego de un limbo breve se reencarna en la vuelta siguiente de la rueda. La vida de un periodista de diario está tensada entre las demandas de la maquila y las del arte. Arte es saber llevar la verdad de los hechos relevantes de la vida a la página impresa, con calidad gráfica y literaria. Maquila es plasmarlo a tiempo en los varios plazos urgentes y acciones repetidas del ciclo cotidiano. El puente entre arte y maquila es la artesanía variada e intensa de nuestro oficio.
Este es un oficio glorioso por su importancia –vehículo de la vida a la historia, del anonimato al debate colectivo– pero duro, desgastador y lleno de dilemas. Y cada día se toman decisiones donde no solo se pone en juego el arte o la maquila sino también el alma del periodismo y el alma del periodista. Quizá por eso el gran periodista Bill Kovach dijo que para él, hombre secular si cabe, el periodismo es lo que más se aproxima a una religión. Tomamos decisiones con consecuencias para los demás y para nosotros y nos jugamos el alma (además del puesto) en ello. Y nos toca lidiar con todo tipo de comunicadores y de incomunicadores, y sus recursos, para quienes la información es una materia transable, modificable, trasvestible u ocultable.
No quiero ir más lejos en la metáfora teológica, sobre todo porque imaginar a colegas que conozco en vena litúrgica o hábito frailuno o monjil sería francamente divertido hasta para Bocaccio. Pero sí quiero repetir que en este oficio se toman decisiones –grises o grandiosas, taimadas o valientes– que afectan no solo a quien las toma y a la empresa periodística en la que trabaja, sino sobre todo a la gente, al pueblo, al común. De nosotros depende –no en todo pero sí en mucho– que estén bien informados para que puedan decidir mejor. Bien informados en la verdad de los hechos y en la razón de los hechos. Por eso, aunque vivamos de una empresa periodística, nuestra lealtad última y primera debe ser con los ciudadanos. El buen periodista y el buen periodismo es el tribuno de la plebe de estos tiempos. Quizá tan amenazado de extinguirse como éste se extinguió, pero no por precario menos necesario para que la libertad exista y la democracia sea real.
¿A qué convierto esta despedida en una disquisición sobre el periodismo y la sociedad, cuando bastaba decir adiós? A que la despedida coincide con una decisión central sobre nuestro destino, la siguiente semana.
Así como la democracia necesita un buen periodismo para que la libertad tenga sentido y la ciudadanía poder, sin democracia y sin libertad no hay periodismo que merezca el nombre. Si en una democracia imperfecta coexisten el buen con el mal periodismo; el revelador y desvelador de verdades junto con las gacetas lobbistas, los fotoshops de celulitis y los mermelada express; cuando se acaba con la democracia solo quedan los funcionarios de propaganda disfrazados de periodistas. No hay peor travestismo que ese. Los mayordomos, los piquichones del poder disfrazados de tribunos de la plebe para desinformar y no informar, para debilitar y no fortalecer, para controlar la mente del pueblo y no robustecer su capacidad de pensamiento y deliberación.
Ya lo hemos vivido en nuestro país, de diversas maneras. Lo del régimen de Montesinos y Fujimori fue harto malo. Puede ser mucho peor.
Y aquí llego al punto central: si en democracias consolidadas, el deber de un periodista es la independencia y la imparcialidad, para informar a la gente, libre de la influencia de grupos de presión o de poder; los periodistas en democracias precarias tienen un deber adicional: defender la democracia, sin la cual no hay derecho ni libertad ni periodismo que ejercitar.
Por eso he utilizado esta página durante las últimas semanas para alertar sobre el peligro que representa el humalismo para la supervivencia de la democracia en el Perú. Y ahora quiero hacerlo y recalcarlo por última vez.
El humalismo es un proyecto dictatorial. Como hizo el fascismo en la atormentada historia del siglo XX, busca utilizar las armas de la democracia (sobre todo las elecciones) para asesinarla. Utilizará el lenguaje de izquierda cuando le convenga (como lo hizo el fascismo en la mayoría de los casos), hasta tomar el poder. Luego de eso, los tontos útiles y los idiotas de ocasión que negociaron su apoyo seducidos por la retórica o por la exhortación de Hugo Chávez, tendrán años por delante en los que podrán lamentar su estupidez.
Con Ollanta Humala viene el proyecto de una dictadura cívico-militar. Más militar que cívica, y con fortísimos elementos fascistas. Olvídense de Evo Morales (que es otra cosa, un líder sindical civil) y piensen en Montesinos. Sí, en Montesinos.
Ollanta Humala dice que no hay fujimoristas en su grupo, y de repente tiene razón: solo hay montesinistas. Dice también que no hay generales montesinistas, y de repente tiene razón otra vez: solo hay coroneles y comandantes montesinistas.
¿Que exagero? A ver: a la diestra y la siniestra del comandante Humala, están los coroneles Villafuerte y Loyola, dos de los militares que conducen su campaña electoral como una campaña militar. El coronel Villafuerte fue el hombre de confianza del muy montesinista general Saucedo; el coronel Loyola fue hombre de confianza del recontra montesinista general Villanueva Ruesta. Y el propio comandante Ollanta Humala fue hombre de confianza del ultramontesinista general Cano Angulo. Finalmente, si el coronel Alberto Pinto Cárdenas, el hombre de Montesinos durante la decisiva primera parte del fujimorato, resulta siendo –como lo ha revelado El Comercio– otra importante figura militar de la campaña, se refuerza la inescapable conclusión.
La campaña de Ollanta Humala es la campaña de los hombres de confianza de la cúpula militar montesinista. Ahí están, las manos derechas de Villanueva Ruesta, de Saucedo, de Cano Angulo, del propio Montesinos. ¡Ese es el cogollo, esa es la campaña! ¡Hay que despertar a tiempo!
En el Perú no somos tantos los periodistas de investigación con experiencia y alguna veteranía. No siempre estamos de acuerdo entre nosotros y hasta nos peleamos para variar. Pero en lo que todos coincidimos es en advertir la presencia montesinista en el centro del proyecto dictatorial humalista. El proyecto de una oligarquía militar que aprendió las lecciones del pasado, las mieles de la cleptocracia y que si toma el poder hará todo lo necesario para quedarse en él por una generación. No repetirán los errores de Montesinos. Serán los tiempos de la doctrina Madre Mía.
El grupo de civiles que los rodea, los aventureros, especuladores, traficantes y tontos útiles, son nada más que una nata usable o descartable.
A mi vez, no quiero repetir tampoco los errores del pasado. En 1990, 1991 y 1992 alerté, junto con otros pocos, sobre la presencia e influencia de Montesinos en el entorno inmediato de Fujimori. Este, por supuesto, mintió en todas las formas y maneras al respecto, y hubo una significativa cantidad de gente que decidió hacerse la tonta. Pero, en perspectiva, creo que no advertí sobre ese peligro con la suficiente energía y contundencia. Quizá, de haberlo hecho, otra gente se hubiera sumado a tiempo y Fujimori lo hubiera pensado mejor cuando Montesinos era todavía vulnerable. Después perdimos años y mucho más, nos robaron cientos de millones de dólares, envilecieron el país, nos forzaron a luchar cuesta arriba para derrocarlos.
Que no se repita, no lo permitamos, porque ahora sería mucho peor. Para decirlo en castellano: permitirlo significaría joder la democracia y joder al país por una generación.
Voten, lectores, por quien quieran, en tanto sea un candidato democrático. Pero ni Ollanta Humala ni Martha Chávez. Y en la segunda vuelta, si entra Humala, el deber de todos debe ser respaldar y movilizarse por el candidato o candidata demócrata que lo enfrente.
Y ahora sí, me despido. A mis compañeros de La República, con el recuerdo del trabajo y los cierres compartidos, les deseo lo mejor, en el periodismo y la vida. A ustedes lectores, espero haberlos servido. Tratar de hacerlo fue un honor.
Gustavo Gorriti La Republica 2 4 2006
Esta es, primero, una nota de despedida. Junto con ella, puesto que sobre todo en tiempos ominosos los adioses deben ser breves, otra de advertencia, comentario y hasta de arenga.
Termino con este artículo mi función de codirector y periodista de La República y dejo la empresa. Esta decisión ha sido tomada en común acuerdo con la familia propietaria del diario. Queda pendiente uno que otro detalle administrativo que se resolverá en los próximos días, pero aquí me despido de los lectores de La República.
He estado en este periódico poco más de un año. Lo siento mucho más largo y parejamente intenso. Las redacciones periodísticas son cámaras de compresión, (no siempre hiperbáricas, me temo), donde cada día hay un ciclo de vida, de culminación, que luego de un limbo breve se reencarna en la vuelta siguiente de la rueda. La vida de un periodista de diario está tensada entre las demandas de la maquila y las del arte. Arte es saber llevar la verdad de los hechos relevantes de la vida a la página impresa, con calidad gráfica y literaria. Maquila es plasmarlo a tiempo en los varios plazos urgentes y acciones repetidas del ciclo cotidiano. El puente entre arte y maquila es la artesanía variada e intensa de nuestro oficio.
Este es un oficio glorioso por su importancia –vehículo de la vida a la historia, del anonimato al debate colectivo– pero duro, desgastador y lleno de dilemas. Y cada día se toman decisiones donde no solo se pone en juego el arte o la maquila sino también el alma del periodismo y el alma del periodista. Quizá por eso el gran periodista Bill Kovach dijo que para él, hombre secular si cabe, el periodismo es lo que más se aproxima a una religión. Tomamos decisiones con consecuencias para los demás y para nosotros y nos jugamos el alma (además del puesto) en ello. Y nos toca lidiar con todo tipo de comunicadores y de incomunicadores, y sus recursos, para quienes la información es una materia transable, modificable, trasvestible u ocultable.
No quiero ir más lejos en la metáfora teológica, sobre todo porque imaginar a colegas que conozco en vena litúrgica o hábito frailuno o monjil sería francamente divertido hasta para Bocaccio. Pero sí quiero repetir que en este oficio se toman decisiones –grises o grandiosas, taimadas o valientes– que afectan no solo a quien las toma y a la empresa periodística en la que trabaja, sino sobre todo a la gente, al pueblo, al común. De nosotros depende –no en todo pero sí en mucho– que estén bien informados para que puedan decidir mejor. Bien informados en la verdad de los hechos y en la razón de los hechos. Por eso, aunque vivamos de una empresa periodística, nuestra lealtad última y primera debe ser con los ciudadanos. El buen periodista y el buen periodismo es el tribuno de la plebe de estos tiempos. Quizá tan amenazado de extinguirse como éste se extinguió, pero no por precario menos necesario para que la libertad exista y la democracia sea real.
¿A qué convierto esta despedida en una disquisición sobre el periodismo y la sociedad, cuando bastaba decir adiós? A que la despedida coincide con una decisión central sobre nuestro destino, la siguiente semana.
Así como la democracia necesita un buen periodismo para que la libertad tenga sentido y la ciudadanía poder, sin democracia y sin libertad no hay periodismo que merezca el nombre. Si en una democracia imperfecta coexisten el buen con el mal periodismo; el revelador y desvelador de verdades junto con las gacetas lobbistas, los fotoshops de celulitis y los mermelada express; cuando se acaba con la democracia solo quedan los funcionarios de propaganda disfrazados de periodistas. No hay peor travestismo que ese. Los mayordomos, los piquichones del poder disfrazados de tribunos de la plebe para desinformar y no informar, para debilitar y no fortalecer, para controlar la mente del pueblo y no robustecer su capacidad de pensamiento y deliberación.
Ya lo hemos vivido en nuestro país, de diversas maneras. Lo del régimen de Montesinos y Fujimori fue harto malo. Puede ser mucho peor.
Y aquí llego al punto central: si en democracias consolidadas, el deber de un periodista es la independencia y la imparcialidad, para informar a la gente, libre de la influencia de grupos de presión o de poder; los periodistas en democracias precarias tienen un deber adicional: defender la democracia, sin la cual no hay derecho ni libertad ni periodismo que ejercitar.
Por eso he utilizado esta página durante las últimas semanas para alertar sobre el peligro que representa el humalismo para la supervivencia de la democracia en el Perú. Y ahora quiero hacerlo y recalcarlo por última vez.
El humalismo es un proyecto dictatorial. Como hizo el fascismo en la atormentada historia del siglo XX, busca utilizar las armas de la democracia (sobre todo las elecciones) para asesinarla. Utilizará el lenguaje de izquierda cuando le convenga (como lo hizo el fascismo en la mayoría de los casos), hasta tomar el poder. Luego de eso, los tontos útiles y los idiotas de ocasión que negociaron su apoyo seducidos por la retórica o por la exhortación de Hugo Chávez, tendrán años por delante en los que podrán lamentar su estupidez.
Con Ollanta Humala viene el proyecto de una dictadura cívico-militar. Más militar que cívica, y con fortísimos elementos fascistas. Olvídense de Evo Morales (que es otra cosa, un líder sindical civil) y piensen en Montesinos. Sí, en Montesinos.
Ollanta Humala dice que no hay fujimoristas en su grupo, y de repente tiene razón: solo hay montesinistas. Dice también que no hay generales montesinistas, y de repente tiene razón otra vez: solo hay coroneles y comandantes montesinistas.
¿Que exagero? A ver: a la diestra y la siniestra del comandante Humala, están los coroneles Villafuerte y Loyola, dos de los militares que conducen su campaña electoral como una campaña militar. El coronel Villafuerte fue el hombre de confianza del muy montesinista general Saucedo; el coronel Loyola fue hombre de confianza del recontra montesinista general Villanueva Ruesta. Y el propio comandante Ollanta Humala fue hombre de confianza del ultramontesinista general Cano Angulo. Finalmente, si el coronel Alberto Pinto Cárdenas, el hombre de Montesinos durante la decisiva primera parte del fujimorato, resulta siendo –como lo ha revelado El Comercio– otra importante figura militar de la campaña, se refuerza la inescapable conclusión.
La campaña de Ollanta Humala es la campaña de los hombres de confianza de la cúpula militar montesinista. Ahí están, las manos derechas de Villanueva Ruesta, de Saucedo, de Cano Angulo, del propio Montesinos. ¡Ese es el cogollo, esa es la campaña! ¡Hay que despertar a tiempo!
En el Perú no somos tantos los periodistas de investigación con experiencia y alguna veteranía. No siempre estamos de acuerdo entre nosotros y hasta nos peleamos para variar. Pero en lo que todos coincidimos es en advertir la presencia montesinista en el centro del proyecto dictatorial humalista. El proyecto de una oligarquía militar que aprendió las lecciones del pasado, las mieles de la cleptocracia y que si toma el poder hará todo lo necesario para quedarse en él por una generación. No repetirán los errores de Montesinos. Serán los tiempos de la doctrina Madre Mía.
El grupo de civiles que los rodea, los aventureros, especuladores, traficantes y tontos útiles, son nada más que una nata usable o descartable.
A mi vez, no quiero repetir tampoco los errores del pasado. En 1990, 1991 y 1992 alerté, junto con otros pocos, sobre la presencia e influencia de Montesinos en el entorno inmediato de Fujimori. Este, por supuesto, mintió en todas las formas y maneras al respecto, y hubo una significativa cantidad de gente que decidió hacerse la tonta. Pero, en perspectiva, creo que no advertí sobre ese peligro con la suficiente energía y contundencia. Quizá, de haberlo hecho, otra gente se hubiera sumado a tiempo y Fujimori lo hubiera pensado mejor cuando Montesinos era todavía vulnerable. Después perdimos años y mucho más, nos robaron cientos de millones de dólares, envilecieron el país, nos forzaron a luchar cuesta arriba para derrocarlos.
Que no se repita, no lo permitamos, porque ahora sería mucho peor. Para decirlo en castellano: permitirlo significaría joder la democracia y joder al país por una generación.
Voten, lectores, por quien quieran, en tanto sea un candidato democrático. Pero ni Ollanta Humala ni Martha Chávez. Y en la segunda vuelta, si entra Humala, el deber de todos debe ser respaldar y movilizarse por el candidato o candidata demócrata que lo enfrente.
Y ahora sí, me despido. A mis compañeros de La República, con el recuerdo del trabajo y los cierres compartidos, les deseo lo mejor, en el periodismo y la vida. A ustedes lectores, espero haberlos servido. Tratar de hacerlo fue un honor.
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